Por Claudio Magris
"La hamaca pequeña / está vacía... en silencio / mira la luna alta sobre los rebollos /... el agua del río fluye hacia los rápidos / - ¿fluye? -... las hojas caminan con el viento: / toda la selva se mueve. / También tu canoa / se mece en el río. / Sólo tú estás inmóvil / bajo la gran Piedra Negra. / Y yo que creía que todas las cosas / vivían sólo por ti..."
El desconocido autor de esta poesía a la muerte de una persona amada, probablemente un hijo muy joven, es uno de los tres mil piaroa, una población india que vive, aislada y separada de los demás grupos, en la América meridional, en la selva tropical que se extiende entre la Guayaría y el Alto Orinoco. O por lo menos vivía en 1956, cuando Giorgio Costanzo conoció a los piaroa en el curso de una expedición al Amazonas en la que quedó fascinado por su reservada amabilidad, su destacada individualidad y sobre todo por su poesía, de la que tradujo y publicó, un año después, una pequeña antología. No sé si los piaroa existen todavía; Costanzo, por aquel entonces, constató su rápido proceso de extinción y previo que desaparecerían al cabo de treinta años; es posible que hayan sobrevivido, porque la vida, para bien y para mal, es imprevisible y en ocasiones escapa de los cálculos y las proyecciones matemáticas - es posible que tampoco Trieste desaparezca del todo dentro de pocos decenios, a pesar de lo que dicen los demógrafos, que sin embargo fijan inexorablemente cada cierto tiempo el año concreto de su fin, calculado en base al ritmo con el que desciende su población. En cualquier caso una de las poesías, traducidas con intensidad y esquiva gracia por Costanzo, habla de un día en el que "la gran Piedra Negra / lo será todo: / aplastará la cabaña /y a toda la gente piaroa".
La poesía citada al principio es una extraordinaria poesía sobre la muerte, sobre su irrepresentabilidad, sobre su radical mutilación, que llega al corazón y deja sin aliento. El poeta - acaso varios poetas, que confluyeron en un único canto - no dice nada acerca de su dolor, de sus afectos, de la persona que ha perdido. Expresa solamente el asombro frente a esas cosas que continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: la luna, el fluir del agua, el susurro de las hojas mecidas por el viento, la oscilación de la canoa en el río. Nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no la pueden mirar.
Es el escándalo intolerable, la herida de la muerte que, como la de Filoctetes, el héroe griego abandonado en la isla de Lemnos, no puede cerrarse y sigue escociendo y apestando el aire. "Lo finito no soporta la finitud. Por lo menos lo humano finito", escribe Rossana Rossanda en su Vida breve, libro de rara intensidad escrito junto a Filippo Gentiloni. "Los ojos de un animal moribundo", prosigue, "tienen un estupor insostenible." Desde luego, las cosas existen, y no sólo en la mente y en los sentidos que las perciben; "i robb in", los objetos son, dice un proverbio milanés. La realidad hayla, está ahí, irrefutable. Pero las cosas adquieren sentido en la manera en que se viven y son inseparables de las personas amadas con las cuales y por las cuales se viven, y cuyo rostro - se dice en la Conchiglia [Concha] de Marisa Madieri - "se diluye en las cosas, confiándose a ellas", queda custodiado por ellas al mismo tiempo que custodia, que encierra en sí su significado. Cada una de las personas que amamos está entretejida en nuestra vida, es una parte de nosotros que contiene una parte del mundo; es un horizonte, en el que se colocan las cosas, que pueden quedar borradas si ese horizonte se desvanece, como quedan borradas las imágenes en una pantalla que se apaga.
Los hombres y las cosas de sus vidas - sobre todo los lugares - se compenetran y se confieren recíprocamente valor; algunos lugares se bastan por sí solos para hacernos compañía, porque contienen, como los círculos en el tronco de los árboles, la existencia que se ha vivido en ellos y a las personas con las que se ha compartido esa existencia, contribuyendo a darle forma y sentido. Para los viejos, los lugares impregnados de su vida terminan por serles más necesarios que las personas gracias a las que esos lugares asumieron en el tiempo aquel significado.
El anónimo poeta piaroa podría decir por consiguiente también lo contrario, extraer confortación de la presencia de aquel río, de aquel viento, de aquella luna y aquella canoa, sentir y encontrar en ellos a esa persona amada, presente y viva como ellos, y sentir la continuidad más allá de la laceración. Los dos sentimientos no se excluyen, sino que se integran respectivamente, merced a ese privilegio de la poesía de estar más allá del principio de contradicción, privilegio que puede permitirle expresar en el mismo verso la felicidad y la desesperación, decir que la vida tiene sentido y al mismo tiempo que es absurda. Las filosofías, las religiones o las psicologías de alguna manera tienen que entender, interpretar, exorcizar o clasificar a la muerte, mitigar su anómala incomprensibilidad e irrepresentabilidad, encajarla en los moldes del concepto y de la mente, lo mismo que la desmesura del cielo queda encuadrada en el marco de una ventana. A diferencia de ellas, la poesía, que no por eso es superior o más profunda, se despreocupa de las consecuencias de sus propias epifanías, aun en el caso de que éstas puedan llegar a ser devastadoras para el orden de la vida.
Cabe que la muerte sea incluso benéfica y ahorre infinitas desolaciones a una vida inmortal; no en vano el Judío errante, en la leyenda, está condenado, como máxima pena, a la imposibilidad de morir. La existencia del individuo está constituida también por el resto de las existencias que le acompañan, y se ensancha hasta abarcar a quienes le han precedido y a quienes vendrán detrás de él; cada uno se apoya y al mismo tiempo recibe el peso de la solidaridad y la responsabilidad de la especie. Tal vez también nosotros, observa Giuliano Toraldo de Francia, seamos como las partículas elementales, que van continuamente más allá de ellas mismas, generando otras del seno de sí mismas y de las virtualidades que llevan consigo.
Pero todo ello no aminora el escándalo del sufrimiento y la muerte. El poeta piaroa, que tras la desaparición de una persona amada ha oído el susurro de las hojas y ha visto fluir el agua como si nada hubiera sucedido, ha captado para siempre un estupor indecible, el dolor de que el universo continúe como antes, alejándose del que muere, la cruel infidelidad e indiferencia de todo sobrevivir.
1996
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